Hace poco más de un año una conocida Universidad privada, con nombre de un santo varón de Dios, cuyo dueño ardió de celos, literalmente y con gran escándalo, hace algunos años, se instaló algunas cuadras cerca de mi barrio.
Frente a la beata institución, en la esquina nororiente, para ser más precisos, se encuentra mi negocio favorito.
Abierto al público a primera hora del día. Y disponible hasta pasadas las 22:00 horas.
Allí no sólo era posible hallar mis imprescindibles malvas y cefalmines sueltas, sino que comida para gatos, empanadas, bebidas muy heladas y en algún momento inclusive un par de maquinistas de destrezas, de esas que abundan en Antofagasta, y que solían ser muy generosas con las señoras añosas que habitan este sector.
Atendido por su propio dueño, el lugar era una oda a la amabilidad del nortino.
En mi último embarazo, ya pasados los cuarenta, solía caminar hasta este almacén para recibir el saludo amable y la atención comedida de este almacenero suave y amistoso.
Y así, el mundo feliz, hasta que de sopetón a este negocio fue tocado por la vara de la oportunidad y el progreso.
Y el perfil del cliente cambió con brusquedad y sin aviso. Las diez señoras ludópatas se transformaron en cientos de estudiantes. Muchachos jóvenes y sinceros, adictos a la cafeína, al tabaco, a las chaparritas y a la Coca Cola pululan y saturan ahora el lugar.
Y creció y creció...
Y su amabilidad ... Desapareció...
El dueño del negocio, dejó de reconocernos por nuestros nombres.
También olvidó los nombres de nuestros niños.
Se convirtió en un señor apurado y bien vestido. De apariencia sería y ceño fruncido.
Su negocio creció, el " éxito" lo tocó y la sonrisa en su rostro ya nunca más se vio ...